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Girolamo Savonarola (1452-1498) un profeta imprudente

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Quien haya visitado Florencia, esa ciudad donde todo es arte, habrá podido ver, en el convento de San Marcos, la celda que habitó Girolamo Savonarola (1452-1498). Entre las pertenencias del fraile dominico que allí se conservan destacan sus instrumentos de penitencia, entre ellos un severo cilicio.



Y no era espíritu de penitencia lo que le faltaba a Savonarola. Penitente él, en primera persona, y dispuesto a que los demás lo fuesen también. Reacio a las tendencias paganas presentes en el Renacimiento, el fraile-profeta, que por tal era tenido, fustigaba con dureza desde el púlpito los males y los desórdenes.

Savonarola esperaba el castigo de Dios, un castigo saludable que pusiese fin a tanta impiedad y relajación de costumbres. Y vio en el rey de Francia, Carlos VIII, el instrumento del cual la Providencia podía servirse para enderezar los pasos perdidos de la pecadora Italia. Se presentó ante el rey, conminándole a ejecutar este destino histórico.

No satisfecho con las palabras, pasó a la acción, interviniendo en el gobierno de Florencia. Elaboró una constitución, reformó la justicia, suprimió la usura y proclamó la amnistía general. Para purificar del paganismo la cultura florentina no dudó en quemar obras de arte y manuscritos. Una proximidad con el fuego que, a la larga, iba a resultarle perjudicial. Promovió también, en su afán moralizador, que unas patrullas de jóvenes vigilasen la vida de los conciudadanos.

Pero no solamente pretendió servirse de la política para hacer buenos a los ciudadanos, sin conformarse con que fuesen buenos ciudadanos, sino que el dardo de su palabra alcanzó - ¡y con qué fuerza! – al mismísimo Papa, Alejandro VI, a quien acusaba en sus sermones de haber comprado con dinero la Silla de Pedro.

Alejandro VI se alarmó y pidió al dominico que fuese a verlo a Roma. No hizo caso. El Papa, entonces, le prohibió predicar. Tampoco hizo caso. Más aun, proclamaba desde el púlpito que si el Papa manda el mal hay que desobedecerle. El Papa, en 1497, lo excomulgó. Savonarola se burló públicamente de la censura, declarando nula la excomunión y pidiendo la reunión de un concilio para deponer al Papa.

Claro, no todos en Florencia estaban encantados con tanta profecía y tantísimo rigor. A los franciscanos, en particular, no les hacía ninguna gracia ni el profeta ni sus profecías. Uno de ellos – Francisco de Puglia – propuso sufrir la prueba del fuego: Él mismo estaba dispuesto a inmolarse en una hoguera, a condición de que Savonarola se adentrase también en las llamas. Si no ardía, es que era un profeta. El espectáculo, condenado por el Papa, estuvo a punto de llevarse a cabo, pero una discusión entre los dos frailes que se iban a inmolar – un franciscano y un dominico, que sustituiría vicariamente a Savonarola – , además de una tempestad que se desencadenó, lo impidieron.

La Señoría de Florencia, harta ya del fraile profeta, lo hizo encarcelar. Savonarola fue juzgado en un proceso en el que estuvieron presentes dos delegados del Papa. El resultado, la condena a muerte: colgado, quemado y arrojadas sus cenizas al Arno.

De Savonarola quedan muchas obras escritas, alguna de ellas de profunda espiritualidad. Era, sin duda, un hombre sincero, religioso, pero dominado por un temperamento exaltado e imprudente. Algunos hombres de Iglesia, como San Felipe Neri y Benedicto XIV, entre otros, lo tuvieron en gran estima.

Guillermo Juan Morado.

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