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El cuarto rey mago leyenda

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Cuentan que unos poderosos reyes se pusieron en camino desde cuatro puntos distintos para adorar al Niño Dios recién nacido y cada uno llevaba consigo, como regalo, lo más precioso y costoso de su país: el uno, oro brillante; el otro, oloroso incienso; el tercero mirra; y el más joven de todos, tres piedras preciosas de inestimable valor. La misteriosa estrella los precedía, y ellos la seguían sin descanso.

No les importaba que fuera de día o de noche. No le tenían miedo al desierto.

En ninguno ardía tanto el anhelo de ver a Dios como en el rey joven.

Cabalgaba sumido en la imaginación de su deseo. Y fue un llanto amargo y desgarrador el que lo sacó de todos sus sueños. Miró y vio en el polvo del camino a un niño tirado, desnudo, desangrándose a través de cinco llagas.

Un niño raramente extraño, tierno y totalmente desamparado.

Se detuvo movido de gran compasión, lo subió cuidadosamente al caballo, y lentamente se dirigió al pueblo por el que habían pasado recientemente.

Los otros tres reyes no habían notado nada y siguieron la senda que les indicaba la estrella. En el pueblo nadie conocía al niño.

Pero el rey joven buscó una buena mujer para que lo cuidara. Luego, de su cinturón, tomó una de las piedras preciosas y la dejó como legado al niño, para que de ese modo, su vida quedara asegurada.

Y se lanzó nuevamente al camino, en busca de la estrella y de sus compañeros, a los que había perdido.

La estrella lo guió a través de una ciudad. En una de sus calles, se encontró con un cortejo fúnebre. Detrás de dos féretros iba una mujer con sus hijos.

Llevaban a su padre y al marido al sepulcro, pero luego la mujer y los niños serían separados para ser vendidos como esclavos, ya que nadie podía hacerse cargo de las deudas de aquella familia.

Inundado de compasión, sacó de su cinturón la segunda piedra preciosa, poniéndola sobre la palma de la mano de aquella mujer.

Debería ser regalada al Rey recién nacido. Pero con un rápido movimiento, la puso en la mano de la triste viuda: "Paguen la deuda que tienen -dijo a la mujer- y compren una casa con campo y granja, de modo que usted y sus hijos se aseguren un hogar".

Luego subió a su caballo queriendo cabalgar hacia la estrella, pero ésta se había apagado.

Pasó días y semanas explorando en su búsqueda.

El miedo de perder para siempre la posibilidad de encontrar a Dios invadía todo su cuerpo.

Hasta que un día volvió a brillar la luz para él y con renovadas fuerzas y espíritu alegre se lanzó a la nueva meta. Atravesó un país extranjero en el que reinaba la guerra.

En uno de los pueblos, los soldados habían concentrado a todos los campesinos en la plaza.

Iban a ser masacrados brutalmente. El joven rey quedó paralizado por el miedo.

Le quedaba todavía una piedra preciosa: ¿es que tendría que presentarse ante el Rey de los hombres nacido en Belén con las manos vacías? Pero rescató de la muerte a los hombres, y preservó al pueblo del saqueo y del ultraje a aquellas mujeres.

Cansado y triste siguió cabalgando. Su estrella no brillaba más.

Peregrinó durante años, y al final incluso a pie, pues también regaló su caballo.

No le quedaba ya nada. No había necesidad que le fuera extraña. Pero una noche soñó con su estrella. Y escuchó una voz que lo llamaba: "¡apúrate, apúrate!".

Se levantó inmediatamente. Salió a la noche y, a medida que iba caminando, se produjo el milagro: delante de él brillaba otra vez la estrella, y su resplandor era rojo como el sol al atardecer. Apurándose, llegó a las puertas de una ciudad grande.

Sus calles bullían en un tumultuoso ruido. Se apiñaban hombres con irritación; los soldados los empujaban pretendiendo que siguieran adelante. Sin saber cómo, el gentío lo arrastraba también a él. Arriba, entre el cielo y la tierra, se levantaban tres postes.

¿Qué sucedía? Y vio su estrella, la que debía conducirlo hasta el Rey del mundo. La vio sobre el poste del medio, brillando fuertemente, como si gritara. Luego se apagó.



Entonces se encontró con la mirada de aquel Hombre que estaba clavado en el poste

. Una mirada que parecía haber tomado sobre sí todos los sufrimientos y martirios de la tierra.

Las palmas de sus manos, traspasadas por los clavos, estaban doblegadas.

De ellas salían como rayos relucientes. Y como un relámpago, penetró en el corazón del cuarto rey joven, una certeza:

"Este es el Rey de los hombres, Dios, el Salvador del mundo que yo buscaba y anhelaba en mi camino.

Él salía a mi encuentro en todos los que sufrían y estaban en situaciones inhumanas".

Cayó de rodillas al pie de la cruz.

¿Qué había traído para Él? ¡Nada! Extendió sus manos vacías delante del Señor.

Entonces cayeron de la cruz tres gotas de preciosísima sangre en las manos del joven rey. Brillaban más que cualquier piedra preciosa.

Sus manos no dieron el regalo que llevaban hacía unos años, sino que recibieron el premio de la caridad no pronunciada con los labios sino anunciada con los gestos del corazón. En Navidad, más que pedir la conversión de los otros, debemos actualizar la nuestra, por medio de signos concretos y no de palabras vacías.

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