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El arte de hacer yoga con los niños

Published by Buscador under on 7:59

Matsyendra es el nombre de un delfín que se convirtió en hombre, el primero que enseñó el yoga en la tierra. Matsyendra es leyenda y en la voz de los niños una historia que fascina. Sorprende en una clase, mientras desarrollan esta disciplina junto a su maestra.

Una filosofía de vida que aprenden a través de lo lúdico, casi sin darse cuenta.
Todos los sábados por la mañana hacen yoga, durante una hora, en un salón ubicado entre las calles Antártida Argentina y Salta.

La música anticipa un clímax de buena energía. No son muchos, alrededor de siete chicos de entre cuatro y siete años.

Ingresan sin sus zapatos y eligen una colchoneta donde comenzar la clase.
La idea también es dejar afuera todo lo que cada uno trae de su contexto más cercano.

Entrar en sintonía con el cuerpo, la mente y el alma; con el otro, en el “aquí y ahora”. Cuesta, claro. Pero se aprende con el tiempo.

En posición erguida y con los pies juntitos sobre la colchoneta, respiran profundo, llenan la panza como “un globo” y saludan al sol desplegando sus manos hacia arriba. Así agradecen el día.

Luego caminan en círculo y hacen equilibrio con una bolsita sobre sus cabezas, la misma que depositan sobre sus ojos cuando llega el momento de la relajación.


Su maestra Gabriela los guía, sin demasiada teoría. “El yoga con los niños deja a un costado las explicaciones, decanta solo”, comenta.

Toman conciencia de su cuerpo a través del juego. Dicen que se divierten mucho, que los pone contentos, que les gusta hacer posturas de animales, o sentir que flotan en el aire.
“No definen el yoga. Lo disfrutan. Y al salir de la clase, tienen muchas ganas de jugar”, observa la profesora. Las posturas que realizan entrañan la ética del yoga, aunque se aprenden a través de lo lúdico. “Jugar es importante.

Con los chicos no se puede trabajar de otra manera”, advierte.


Cada postura evoca cosas del entorno natural.

Hacen de cuenta, por ejemplo, que son árboles.

Todo depende del hilo conductor que desarrolle la maestra en clase.

“Un señor comerciante tenía un manzano viejo en el fondo de su casa”, relata Gabriela.
Es el comienzo de una historia que comparte con los chicos, a través de la cual realizan diversas posturas. “Este señor también tenía un perro”, agrega.

Y los chicos, compenetrados, evocan su figura con el cuerpo. Lo intentan, sin reparos.
Recrean luego el puente que soñó el vendedor y al que decide ir en la búsqueda de un tesoro. Entonces hacen el puente y todo lo que el comerciante se cruza en el camino, desde el campo a la ciudad: colinas, camellos, águilas.

historia tiene un fin, cuando el comerciante encuentra su tesoro.
Y la maestra los invita a imaginar uno propio, mientras inhalan y exhalan profundo. Lisa, por ejemplo, imagina monedas de oro; Fiona, muchas pinturas y collares. Después se recuestan y con una bolsita en los ojos recuerdan todo lo que el comerciante se encontró en su paso.
En la relajación, Dafne se duerme. Alejo, el más pícaro de la clase, se hace el dormido. Y hacia el final, la profe dice: “Los sueños son importantes”. Eso que soñaron luego lo plasman en un dibujo. Y les encanta. Mientras cantan SA-TA-NA-MA (que significa todo vuelve) dibujan su tesoro.
Es el símbolo de algo que añoran y que se ofrece a los demás. Sin racionalizar demasiado la teoría, Gabriela enseña algunos “mandamientos” del yoga: ser agradecidos, mejorar la autoestima, fortalecer la voluntad, compartir, estar en armonía y resolver los conflicto sin dañarse a uno mismo y al otro.
“El guerrero - una postura de esta disciplina- no es el que pelea sino el que resuelve los problemas de forma pacífica”, explica. Esto es parte de la filosofía del yoga, una herramienta para conocerse y crecer.

Yoga para todos
Los padres suelen recurrir al yoga cuando el niño evidencia un problema, cuando por ejemplo observan que el chico tiene la autoestima baja, no duerme de noche ni para en todo el día, tiene estrés o sufre escoliosis.
Para la profesora Gabriela esta disciplina es recomendable para todos, sin excepción: “No es necesario tener un problema. El yoga te permite conocer tu cuerpo y a partir de ahí tu personalidad. Ayuda a la postura, a la creatividad y la relajación”.
Dijo que no es aburrido, siempre es diferente, genera curiosidad y se disfruta mucho. Los chicos, apuntó, no lo hacen por obligación. El yoga, además, se puede practicar a cualquier edad. “Se recomienda hacerlo a partir de los cuatro años, por una cuestión de motricidad”, agregó.
Con los chicos, señaló, no se manejan grandes estructuras, todo decanta y la filosofía del yoga tiene una bajada práctica. En el salón donde de clases, Gabriela también enseña a un grupo de 8 a 12 años, todos los sábados.
Recomienda grupos pequeños para trabajar mejor e intenta enseñar el yoga como una herramienta para crecer como individuo y comunidad. “No es una religión. Es una forma de vida, donde el arte y la ciencia van de la mano”, concluyó.

El origen

Según la leyenda, el padre místico Shiva descansaba en las playas de su mundo espiritual cuando le enseñó a su esposa el Yoga de la Fuerza (Hatha). Un delfín que chapoteaba muy cerca de ellos, escuchó y memorizó con atención las enseñanzas que impartía el dios.
Shiva, una de las representaciones principales de la deidad en la religión hinduista, se dio cuenta de ello y como premio convirtió al delfín en hombre. Luego lo envió a la tierra para enseñar y desarrollar esta disciplina.
Transformado en ser humano adquirió el nombre de Matsyendra (Señor de los delfines) y en ese punto parece unirse la mitología con la historia ya que existió un gran maestro del yoga con ese nombre: Goraksha.
En su honor se bautizó la postura de la torsión como Matsyendra, postura del delfín.

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